La oscuridad acecha
a su espalda como un pequeño monstruo de cartón. Algo no va bien en su mente,
ella lo sabe, es consciente de ello, siempre lo ha sido. Sin embargo, esta
noche no le preocupa lo que piense la gente, no quiere saber nada de nadie. Es
como si alguien la observara, pero sabe que eso no es real, que nada de lo que
sus ojos le enseñan lo es. Porque des de pequeña le dijeron que los fantasmas
no existían y sin embargo ella veía gente que ya no estaba en este mundo. Pero
además, hablaba con ellos, tenían largas conversaciones, ella les preguntaba
sobre lo que había después de la muerte y ellos le contaban historias
fantásticas.
Estaba loca, lo
sabía, era consciente de ello. Su paranoia la estaba dejando fuera de combate,
sin fuerzas para salir de aquella habitación, ¿o debería decir de aquella
cárcel? Allí estaba, sentada, inmóvil como una estatua de frío mármol. Su pelo
lacio le caía en los ojos, aquellas dos cuencas carentes de expresión alguna.
Su sonrisa le acababa de dar un aire de locura, esos labios mordidos mil veces,
la pequeña inclinación de su boca. Todas las mentiras que antes creía ciertas
se cernían en su cabeza, le hablaban al oído, le decían que no se preocupara,
que ella no estaba loca, que eran los demás los que lo estaban.
Pero una parte de
ella misma sabía que eso no era así, sabía que cuando el sol se ocultaba detrás
de los edificios y la noche caía en la ciudad nada de lo que veía era cierto.
Su sombra nunca se movía por si sola, detrás suyo nunca había nadie, no existían
los fantasmas, ni los duendes ni los monstruos que se escondían detrás de las esquinas,
nada de eso era real, sin embargo, lo parecía.
Sacudió la cabeza.
Las voces no se callaban. Se llevó las manos a la cabeza y grito tanto como
pudo. Les pedía que se callaran, que la dejasen en paz de una maldita vez, pero
sus esfuerzos eran en vano, ellos gritaban más que ella y la encarcelaban en su
propia mente. Se levantó de la silla, asustada, se sentía pequeña y sola.
Empezó a darse golpes contra la pared. Quería reventarse la cabeza y dejar
salir a esas voces. La violencia con la que se tiraba por las esquinas alertó a
las enfermeras que consiguieron sujetarla y le clavaron una jeringuilla en el
antebrazo. Pronto la chica se calmó y calló en un sueño profundo pero las
voces, no, ellas nunca descansan y le seguían hablando en voz baja incluso en
sueños.
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