La semioscuridad me envuelve, la estancia es iluminada por las luces parpadeantes de
una bola de discoteca casera. La música resuena en los
altavoces enchufados al ordenador, y mientras bailo, influida por el efecto
embriagador de las drogas, no puedo dejar de mirarte. Saboreo aquella pequeña
porción de locura que se destila en tu cuerpo convulso. Me apodero del
detallado destello de tu pelo rojizo moviéndose arriba y abajo. Cantas como si
mañana tuvieran que quitarte la voz y mientras desatas todo lo que llevas
dentro, saltas de un lado a otro.
Sonrío, pues se te ve feliz. Intento parar el curso de mis
pensamientos y simplemente, dejarme llevar yo también por la locura. Me miras.
Tus labios entreabiertos forman una pícara sonrisa ladeada. Te acercas y te
pones a mi espalda. Cadera contra cadera, empiezas a moverte y yo sigo tu ritmo
dejando que tus manos se paseen por mi cuerpo. Siento tu respiración jadeante
en mi hombro, tu voz cantando entre susurros en mi oreja.
Me giro, poso mis manos en tu cuello y, por un momento, decido
observarte. Tu pelo alborotado cae disperso por tu cara. Lo aparto con cuidado
y paso a fijarme en el intenso brillo de tus ojos, ligeramente enrojecidos.
Deseo, ansia, pasión, necesidad, me embriagan, me atrapan, me sumergen en un
pozo del que ni puedo ni quiero salir. Mi mano en tu nuca te acerca, la
otra, sobre tu cintura, rompe la distancia que separaba nuestros cuerpos.
Y ya no puedo más, quizá sea porque el humo se ha metido
en mi cabeza, quizá sea la música que se ha apoderado de mi ser, pero esta
noche tus labios parecen más irresistibles de lo normal. Por eso me acerco y te
beso. Me pierdo completamente en todo aquello que los sentidos me
transmiten, no pienso, no actúo, no avanzo ni retrocedo, simplemente, me dejo
llevar.
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