jueves, 14 de marzo de 2013

Detrás de las cámaras


- Te esperan en el plató cinco en diez minutos, Jane.- dijo Carter sacando su fea cabeza por la puerta de mi camerino.
Suspiré, o más bien, podría decirse que resoplé cual caballo. ¿Aburrimiento? ¿Desgana? ¿Apatía? Ya no sabía qué demonios era aquel sentimiento que se apoderaba de mí cada mañana. Ni si quiera el potente café que me preparaba mi ayudante conseguía despertarme del todo. Estaba cansada, harta de aquella farsa, de todas las mentiras y  engaños que me envolvían. Aquella película estaba acabando con mi poca integridad mental.
Salí de la estancia casi arrastrando los pies. Juliet, la maquilladora, me miró enfadada.
- Jane, deberías dormir más, tu personaje no tiene ojeras, y taparlas, me cuesta horrores, cada vez están más lilas.- Intenté decir algo coherente, pero lo único que salió por mi boca fue un extraño gruñido.- Sabes que Mike está cansado de tu actitud ¿verdad?
- ¿Qué actitud, Juliet?- pregunté, más para contentarla que por verdadero interés. Me importaba poco lo que pensará o dejara de pensar Mike.
- Ya sabes.- musitó ella, acercando sus estropeados labios a mi oído.- A penas te muestras en público, no estás por la labor, parece como si no estuvieras del todo en este mundo.
Me quedé mirando mi reflejo durante unos instantes mientras ella aplicaba una enorme capa de maquillaje en mi rostro. ¿Estaba en este mundo? ¿O me había quedado atrapada en aquella terrible imagen? Todavía recordaba su silueta recortada por el sol de media tarde, sus pantalones bajados a la altura de las rodillas, su mano, aferrada al pelo largo y espeso de aquella niñata, moviendo su cabeza hacía delante y hacía atrás. Me quedé largo rato observándolos. Mi marido, el director de la mayor parte de mis películas con aquella niña entrometida que había contratado como ayudante.
- Jane, ¿me estás escuchando?- Juliet había acabado de pintar mi cara. Mis arrugas habían desaparecido, así como mis ojeras. Hacía bien su trabajo, sin duda.- Ve a cambiarte, tienes unos cinco minutos.
Me levanté del sillón, pero no me dirigí al vestuario. Me asomé al plató, y lo vi allí, sentado en su silla, con sus cincuenta años encima, las canas rodeándole el rostro y sus ojos clavados en el generoso escote de su ayudante. Me acerqué sigilosamente y rodeé su hombro con mi mano.
- Cariño, dejo la película.- anuncié. No era una idea meditada, ni si quiera lo había consultado con la almohada. Fue un impulso, un acto inconsciente de una mujer cansada de ser la imagen de una belleza inexistente, cansada de ser la dama de oro de su marido, cansada de todo y de nada en particular. Quizá me iría a un país lejano, a Europa, me encantaba Europa. Viajaría por Roma, Paris y Londres, sitios que solo había podido ver metida en mi larga limusina, lugares en los que solo había pisado la alfombra roja que disponían a las supuestas estrellas del cine. Pero para mi, ese mundo ya estaba agotado, consumido en mentiras, en una riqueza que había ganado como ahora esa niña ganaría. Simplemente, porque le había hecho una buena mamada a un joven director que le prometió la eterna gloria.
- Pero, Jane, no puedes dejar la película ahora.- dijo él, levantándose de su silla y apartando a su ayudante de un manotazo.- Estamos en pleno rodaje.
- Búscate a otra, yo me voy.- sentencié, dándole la espalda con decisión. Empecé a caminar y no paré hasta llegar a mi coche, donde mi chófer, me miró extrañado.- Llévame lejos Frank, tan lejos como puedas.  

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