- Te esperan en el plató cinco en diez minutos, Jane.- dijo
Carter sacando su fea cabeza por la puerta de mi camerino.
Suspiré, o más bien, podría decirse que resoplé cual caballo.
¿Aburrimiento? ¿Desgana? ¿Apatía? Ya no sabía qué demonios era aquel
sentimiento que se apoderaba de mí cada mañana. Ni si quiera el potente café
que me preparaba mi ayudante conseguía despertarme del todo. Estaba cansada,
harta de aquella farsa, de todas las mentiras y engaños que me envolvían.
Aquella película estaba acabando con mi poca integridad mental.
Salí de la estancia casi arrastrando los pies. Juliet, la
maquilladora, me miró enfadada.
- Jane, deberías dormir más, tu personaje no tiene ojeras, y
taparlas, me cuesta horrores, cada vez están más lilas.- Intenté decir algo
coherente, pero lo único que salió por mi boca fue un extraño gruñido.- Sabes
que Mike está cansado de tu actitud ¿verdad?
- ¿Qué actitud, Juliet?- pregunté, más para contentarla que
por verdadero interés. Me importaba poco lo que pensará o dejara de
pensar Mike.
- Ya sabes.- musitó ella, acercando sus estropeados labios a
mi oído.- A penas te muestras en público, no estás por la labor, parece como si
no estuvieras del todo en este mundo.
Me quedé mirando mi reflejo durante unos instantes mientras
ella aplicaba una enorme capa de maquillaje en mi rostro. ¿Estaba en este
mundo? ¿O me había quedado atrapada en aquella terrible imagen? Todavía
recordaba su silueta recortada por el sol de media tarde, sus pantalones
bajados a la altura de las rodillas, su mano, aferrada al pelo largo y espeso
de aquella niñata, moviendo su cabeza hacía delante y hacía atrás. Me quedé
largo rato observándolos. Mi marido, el director de la mayor parte de mis
películas con aquella niña entrometida que había contratado como ayudante.
- Jane, ¿me estás escuchando?- Juliet había acabado de pintar
mi cara. Mis arrugas habían desaparecido, así como mis ojeras. Hacía bien su
trabajo, sin duda.- Ve a cambiarte, tienes unos cinco minutos.
Me levanté del sillón, pero no me dirigí al vestuario. Me
asomé al plató, y lo vi allí, sentado en su silla, con sus cincuenta años
encima, las canas rodeándole el rostro y sus ojos clavados en el generoso
escote de su ayudante. Me acerqué sigilosamente y rodeé su hombro con mi mano.
- Cariño, dejo la película.- anuncié. No era una idea
meditada, ni si quiera lo había consultado con la almohada. Fue un impulso, un acto
inconsciente de una mujer cansada de ser la imagen de una belleza inexistente,
cansada de ser la dama de oro de su marido, cansada de todo y de nada en
particular. Quizá me iría a un país lejano, a Europa, me encantaba Europa.
Viajaría por Roma, Paris y Londres, sitios que solo había podido ver metida en mi larga limusina, lugares en los que solo había pisado la alfombra roja que disponían
a las supuestas estrellas del cine. Pero para mi, ese mundo ya estaba
agotado, consumido en mentiras, en una riqueza que había ganado como ahora esa
niña ganaría. Simplemente, porque le había hecho una buena mamada a un joven
director que le prometió la eterna gloria.
- Pero, Jane, no puedes dejar la película ahora.- dijo él,
levantándose de su silla y apartando a su ayudante de un manotazo.- Estamos en
pleno rodaje.
- Búscate a otra, yo me voy.- sentencié, dándole la espalda
con decisión. Empecé a caminar y no paré hasta llegar a mi coche, donde mi
chófer, me miró extrañado.- Llévame lejos Frank, tan lejos como puedas.
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