En su casa, los domingos de limpieza eran sagrados. Después
de desayunar, aún con el pijama puesto, cogía el plumero y empezaba a danzar
por armarios, estanterías y muebles. Toda una fiesta para el polvo, que quedaba
en el aire unos instantes y luego se volvía a posar en algún sitio grácilmente.
A veces, le gustaría ser una motita de polvo. Aunque. En realidad, muchas veces
se sentía como ellas, teletransportadas arriba y abajo sin ningún sentido,
simplemente, se movían.
Su hermano le tiró un trapo húmedo a la cara y, distraída,
empezó a pasarlo por una de las estanterías del estudio. Si algo le gustaba de
su casa, era el estudio de su madre. Una estancia pequeña y absolutamente
desordenada. Nadie se atrevía a entrar allí, era una especie de santuario prohibido.
Sin embargo, a ella le encantaba pasearse por las cuatro estanterías allí
dispuestas, las dos más grandes, para los libros y las demás para los cd’s. a
veces, dejaba el trapo a un lado, analizaba la música y acababa por escoger un
álbum al azar. Lo cogía con suma ternura, consciente de que si le rompía algo a
su madre, directamente, la mataba entre los peores sufrimientos. Puso el cd en
el gran reproductor y dejó que las primeras notas envolvieran la habitación.
Linkin Park, el grupo que más escuchaba su progenitora, sonaba por el estudio.
Acabó con las estanterías y miró el escritorio dubitativa. La
cantidad de papeles que ahí había era innombrable. El ordenador, siempre
encendido, se había quedado en un documento Word con tan solo tres líneas
escritas. Pasó el trapo por el teclado lleno de polvo, cogió la taza de café a
medio acabar y limpió la mancha que
había dejado grabada en la madera. Se sentó en la gran silla de cuero negro,
puso los pies encima de la mesa y empezó a cotillear papeles. Facturas,
historias sin acabar, cuentos sin final, comunicados, cartas de admiradores y
más facturas. Colocó cada cosa en su cajoncito y reordenó la cantidad de bolis,
lápices y plumas que se congregaban en la gran mesa con cierto desorden
artístico. Meneó la cabeza satisfecha con su trabajó y llevó la taza a la
cocina.
La puerta del piso se abrió y su madre entró cargada de
bolsas. Las dejó en la encimera, abrió la nevera y se puso a colocar cosas
mientras se quejaba de su agente.
- Estoy harta de ese maldito engreído.- protestó poniendo las
lechugas de cualquier manera.- Sabe que la reunión con los editores es mañana y
me pone una conferencia el mismo día.- Tiró los huevos por ahí mientras su hija
se la miraba, más preocupada por la comida que por lo que le iba diciendo.- Y
encima tu hermano tiene entreno y estoy sola y no puedo encargarme de todo.
- Yo puedo ir a buscarlo.- se ofreció ella, acercándole un
par de pizzas.
- Gracias cielo, eres un solete.- le dio un afectuoso beso en
la frente.- ¿Puedes acabar de poner la compra en su sitio? Tengo que hacer una
llamada importante.- asintió y la vio encerrarse en su estudio.
Cuando acabó con las innumerables bolsas, se coló otra vez en
el pequeño rincón de su madre, se sentó en la silla y la observó dar vueltas arriba
y abajo mientras discutía acaloradamente con alguien.
Desde que su otra madre se había marchado a un congreso de no
sabía exactamente que, la casa era un caos. Entre los tres se las apañaban como
podían pero la ausencia de orden y disciplina se notaba demasiado. A veces,
cuando veía juntas a sus dos madres, se preguntaba cómo demonios podían estar
juntas siendo tan diferentes. Una, era la perfecta imagen del desorden, la
irracionalidad y la improvisación. La otra era todo lo contrario, pulcra, absolutamente
lógica y no dejaba nunca un cabo suelto. Cuando discutían, una de las dos
acababa por desaparecer unas horas hasta que volvía con las ideas claras para
solucionar las cosas. Era como si sus diferencias no importasen. O, tal vez,
era que las carencias de una las complementaba la otra y podían crear un
equilibrio casi perfecto.
Pero lo que de verdad le hacía pensar que estaban hechas la
una para la otra, era aquella mirada de admiración, amor y pasión que se veía
en sus ojos cada vez que se observaban. Envidiaba a sus madres, ella también
quería encontrar a alguien así, alguien que, pese a todo, la amara
incondicionalmente. Su madre colgó el teléfono y cayó derrotada en el pequeño
sofá que tenía en una esquina. Ella, decidió sentarse a su lado y abrazarla.
Pese a que se parecía muchísimo más a su otra madre, tanto en carácter como de
aspecto. Las quería a las dos por igual y sabía que cuando una de las dos
faltaba en casa, ella debía procurar que su ausencia no se notara tanto.
Y allí, entre los brazos de su madre, acabó por concluir que,
al fin y al cabo, todo éramos como motitas de polvo movidos arriba y abajo por
los impulsos de nuestras emociones y pensamientos.
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