Abrió el armario con cuidado y suspiró. Empezó a sacar toda
la ropa que durante veinte largos años había estado acumulando, y la fue
separando en dos montones encima de la cama. Uno se quedaría allí para siempre,
el otro se iría con ella. Observó sus camisetas de cuadros. Tres las dejó con
sumo cuidado en un lado, una, su favorita, la puso en el otro. Sacó sus
preciadas sudaderas y descartó dos, las demás, las dobló con delicadeza u las
puso junto a la camiseta. Poco a poco, el armario y la cajonera se vaciaron.
Cada prenda que decidía dejar atrás llevaba consigo un recuerdo, memorias que
se quedarían en el olvido.
Dos horas tardó en tener lista la maleta. No se llevaría nada
más a parte de su preciada mochila. Descolgó de la habitación pósters y fotos,
cogió los objetos más personales y los fue metiendo en cajas. Libros, carpetas
de recuerdos, libretas plagadas de escritos, todo, se quedaría allí junto a los
recuerdos de una adolescencia marcada por la oscuridad. Se iba, lejos, para
empezar de cero en un lugar donde su nombre fuera completamente desconocido.
Miró el reloj, el tiempo jugaba en su contra si quería desaparecer sin
despedirse de nadie.
Cogió las tres cartas que había escrito la noche anterior al
amparo de la luz de una simple vela. Cogió la primera, la más larga, dirigida a
sus padres y la metió dentro de un sobre donde escribió “papá, mamá” con letra
clara. No quiso releerla, pues temía ponerse a llorar, o peor, echarse atrás en
su huida. Miró la segunda, la dobló y la puso en otro sobre donde escribió el
nombre de su hermano. Lo echaría de menos, pero sabía que la entendería y que,
dentro de unos años, volverían a verse. Y finalmente, la tercera carta,
dirigida a su primo, aunque sería más correcto decir mejor amigo. Le prometía
volver para llevárselo consigo algún día. Él, también merecía escapar.
Suspiró, dejó los tres sobres en un sitio visible, cogió la
maleta y la mochila y las colocó en el coche. Se encendió un cigarrillo y fumó
pausadamente, observando el calmado paisaje que se postraba a sus pies. La
ciudad, lejana y ajena a las montañas que la rodeaban, seguía su ritmo
frenético. Dio una vuelta sobre sí misma, preguntándose si en el futuro
volvería a pasear por aquellos salvajes bosques. Apagó lo poco que quedaba de
cigarrillo y se metió en el coche, poniendo la música lo más alta posible,
intentando retener las lágrimas que se acumulaban en sus ojos inevitablemente.
Conducía con rapidez, siguiendo el ritmo de las canciones que
iban sonando. Finalmente, llegó a su destino. Cogió el móvil, envió un mensaje
y esperó. Diez minutos después, una alta chica de pelo rojizo dejaba una maleta
al lado de la suya y se sentaba a su lado sonriente.
- No hace falta que vengas conmigo si no quieres.- dijo
mirándola directamente a los ojos, sabiendo que si ahora ella se echaba atrás
no tendría fuerzas para marcharse. La chica meneó la cabeza un par de veces,
sonrió y le dio un ligero beso en los labios.
- Arranca o perderemos el avión.- contestó recostándose en el
sillón.
Se iban, las dos, lejos de allí. Su primer destino sería
Londres, pero el mundo entero estaba esperando su visita y cada pequeño rincón
tenía algo que ofrecerles. Era ahora, cuando empezaba su verdadera vida.
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