viernes, 18 de enero de 2013

Huir


Abrió el armario con cuidado y suspiró. Empezó a sacar toda la ropa que durante veinte largos años había estado acumulando, y la fue separando en dos montones encima de la cama. Uno se quedaría allí para siempre, el otro se iría con ella. Observó sus camisetas de cuadros. Tres las dejó con sumo cuidado en un lado, una, su favorita, la puso en el otro. Sacó sus preciadas sudaderas y descartó dos, las demás, las dobló con delicadeza u las puso junto a la camiseta. Poco a poco, el armario y la cajonera se vaciaron. Cada prenda que decidía dejar atrás llevaba consigo un recuerdo, memorias que se quedarían en el olvido.
Dos horas tardó en tener lista la maleta. No se llevaría nada más a parte de su preciada mochila. Descolgó de la habitación pósters y fotos, cogió los objetos más personales y los fue metiendo en cajas. Libros, carpetas de recuerdos, libretas plagadas de escritos, todo, se quedaría allí junto a los recuerdos de una adolescencia marcada por la oscuridad. Se iba, lejos, para empezar de cero en un lugar donde su nombre fuera completamente desconocido. Miró el reloj, el tiempo jugaba en su contra si quería desaparecer sin despedirse de nadie.
Cogió las tres cartas que había escrito la noche anterior al amparo de la luz de una simple vela. Cogió la primera, la más larga, dirigida a sus padres y la metió dentro de un sobre donde escribió “papá, mamá” con letra clara. No quiso releerla, pues temía ponerse a llorar, o peor, echarse atrás en su huida. Miró la segunda, la dobló y la puso en otro sobre donde escribió el nombre de su hermano. Lo echaría de menos, pero sabía que la entendería y que, dentro de unos años, volverían a verse. Y finalmente, la tercera carta, dirigida a su primo, aunque sería más correcto decir mejor amigo. Le prometía volver para llevárselo consigo algún día. Él, también merecía escapar.
Suspiró, dejó los tres sobres en un sitio visible, cogió la maleta y la mochila y las colocó en el coche. Se encendió un cigarrillo y fumó pausadamente, observando el calmado paisaje que se postraba a sus pies. La ciudad, lejana y ajena a las montañas que la rodeaban, seguía su ritmo frenético. Dio una vuelta sobre sí misma, preguntándose si en el futuro volvería a pasear por aquellos salvajes bosques. Apagó lo poco que quedaba de cigarrillo y se metió en el coche, poniendo la música lo más alta posible, intentando retener las lágrimas que se acumulaban en sus ojos inevitablemente.
Conducía con rapidez, siguiendo el ritmo de las canciones que iban sonando. Finalmente, llegó a su destino. Cogió el móvil, envió un mensaje y esperó. Diez minutos después, una alta chica de pelo rojizo dejaba una maleta al lado de la suya y se sentaba a su lado sonriente.
- No hace falta que vengas conmigo si no quieres.- dijo mirándola directamente a los ojos, sabiendo que si ahora ella se echaba atrás no tendría fuerzas para marcharse. La chica meneó la cabeza un par de veces, sonrió y le dio un ligero beso en los labios.
- Arranca o perderemos el avión.- contestó recostándose en el sillón.
Se iban, las dos, lejos de allí. Su primer destino sería Londres, pero el mundo entero estaba esperando su visita y cada pequeño rincón tenía algo que ofrecerles. Era ahora, cuando empezaba su verdadera vida. 

lunes, 14 de enero de 2013

Es el juego del deseo

Un temblor, escalofríos por mi espalda. Una caricia, la ternura en tus dedos. Un beso, la eternidad en un instante. Me muerdes, mis uñas en tu espalda. Es el juego del deseo es la lucha del placer. La batalla de mis labios contra los tuyos, la pelea de nuestras lenguas, a ver quien puede más, a ver quien cede menos. 
La miel de tus ojos se derrite en mi piel. Ya no hay reglas, solo el primario instinto de cazador y presa. Tú te dejas, yo domino. Los papeles cambian, tú me controlas, yo suspiro. Mis dedos avanzan, tu piel me alcanza y entre suspiros desatas las cuerdas que me sujetan a la realidad desvaneciéndome entre tus sábanas. 
Es mi corazón que late por ti, es tu respiración que se agita por mi. Es la música de nuestras caricias, tímida tentativa del deseo. Veo brillar tus ojos, pasión desenfrenada en tus labios. Nos sobra la ropa, nos falta tiempo, se escurre entre nuestros dedos, la noche pasa, el sol ilumina mi blanquecina piel. He ganado la eternidad en un grito. 
Tu nombre en mi espalda, tiemblan tus dedos. Mis labios en tu cuello, tus manos en mi piel. Las risas nerviosas, los suspiros inevitables. Tú y yo, nada más importa. Las horas se pasan, incansable es el poder del deseo. Pero tus ojos se cierran mientras mis manos se pierden en tu pelo, tu respiración se calma, te acurrucas y duermes.
La fugacidad de un sueño se desvanece en estas palabras. 

jueves, 10 de enero de 2013

Reflexionando sobre zapatos


Zapatos… Curioso artefactos, sin duda. ¿Dónde estaría el ser humano sin un buen par de zapatos? No me imagino a los soldados romanos caminando largas distancias sin sus preciadas sandalias. Aunque, claro, también es verdad que los hombres de las cavernas no llevaban zapatos. Pero, si me permitís el atrevimiento, me imagino los pies de aquellas criaturas como los de los Hobbits de J.R.R Tolkien, grandes, duros y peludos. Vaya… Eso último ha parecido otra cosa…
Pero, centrándonos en la más estricta actualidad, no somos nadie sin zapatos. No seríamos capaces de dar dos pasos sin la calidez de un buen calzado en nuestros piececillos, suaves e indefensos. Y solo nos los quitamos en ocasiones especiales, ya sabéis, cuando queremos notar el agua de la playa entre nuestros dedos o la hierba recién cortada de nuestro jardín. Todo muy bucólico y peliculero. Pero nadie habla sobre la incómoda y horrible arena que se te engancha en los pies mojados o de la araña que pasa por tu estupendo jardín y decide instalarse en tu pie. No, decididamente, de eso no se habla.
No estamos en una sociedad realista. A nadie le apetece darse cuenta de que nada es tan bonito como alguien te lo pueda pintar. Por ejemplo, siguiendo el ejemplo de nuestros queridos zapatos, ¿Por qué tienes que llevar cierto tipo de calzado dependiendo de adonde vayas? ¿Por qué no puedo entrar en una discoteca con unas converse e ir a trabajar con zapatillas de ir por casa? ¿Por qué? Simplemente, la sociedad así lo ha impuesto.
Lo mismo pasa con la ropa. ¿Por qué un ejecutivo de una gran empresa no puede ir a trabajar vestido como si fuera a pasear al perro? ¿Es que acaso el traje tiene una especie de influencia ancestral en el cerebro del ser humano que ayuda a pensar mejor? ¿O quizá es que la corbata, escañando cuellos desde tiempos inmemoriales, ayuda a que el rendimiento de los trabajadores sea mayor? ¿Sinceramente? Yo creo que todos rendimos mejor trabajando en chándal. O en lo que a cada uno le parezca más cómodo, podríamos ir hasta desnudos. Bueno, no, creo que eso último ha sido demasiado radical incluso para mí. Pero, seriamente, ¿qué utilidad le veis a un traje a no ser que sea para poner cachonda a una mujer o a un hombre homosexual? Porque yo solo lo veo adecuado para eso…
Pero, sin duda alguna, volviendo a los zapatos, el peor calzado, el más demoníaco donde los haya, son los tacones. Es algo que escapa a mi comprensión. ¿Por qué las mujeres tenemos que torturarnos de esta manera? Le he estado dando vueltas y de verdad que no les encuentro utilidad alguna. Y ahora seguro que muchos dirán “Oh, pero es que los tacones ayudan a las chicas bajitas a parecer más altas”. Sí, sí, eso está muy bien, pero ¿para qué quieres fingir algo que no eres? Cuando te quites esos zapatos de tacón de tres metros, seguirás siendo igual de bajita. Pero, lo que es más importante, si las mujeres de estatura baja se ponen tacones para parecer altas… ¿Por qué los hombres bajitos no hacen lo mismo? Después de preguntarme esto, llegué a la conclusión de que los tacones, tan delicados y elegantes, causantes de miles de torceduras de tobillo y ampollas en los pies, son un invento de un hombre.
Y es por todo esto que yo voy a las discotecas con unas preciosas vans, me niego a ponerme tacones y voy vestida como me da la gana, cuando me da la gana y donde me da la gana. A eso se le llama libertad, y es algo por lo que todos deberíamos luchar algún día.