Marleen salió de trabajar a las
ocho menos cinco de una tarde cualquiera de Mayo. Un par de bolsas de deporte
colgaban de sus cansados hombros y el maletín que, cortésmente, su marido le
había regalado, se balanceaba pesado y desgastado en su mano derecha mientras
que con la izquierda, hablaba por teléfono. Todo en la vida de la pequeña y
rauda Marleen olía a rutina con un ligero sabor a rancio. Se levantaba a las
siete de la mañana para prepararle el desayuno a sus dos hijos, Damon, de once
años y Susan, de siete. Los llevaba al colegio en un pequeño Opel corsa blanco
con la pintura medio desconchada y el capó del coche abollado por la parte
delantera. Llegaba a la oficina a las nueve menos cuarto, se sacaba un café
descafeinado con sacarina de la máquina que hacía ruidos extraños en el
pasillo. Se sentaba delante de un ordenador viejo, contestaba emails, recibía
llamadas, se discutía con benefactores y socios y salía de aquel edificio gris
y deprimente para llevar a sus dos hijos al entreno de fútbol. Como he dicho,
nada fuera de lo normal.
Sin embargo, pese a que el día
había transcurrido pavorosamente igual de lento que los demás, Marleen estaba a
punto de vivir algo que la cambiaría por completo.
- En diez minutos estoy en casa,
cariño. Sí, sí, dile a ese par de fieras que vayan bajando. Yo también te
quiero.- Colgó con parsimonia, abrió el coche y se sentó en el asiento
desgastado de su coche, suspirando exhausta.
Empezó a conducir con Kiss FM de
fondo, escuchando una vieja canción de los Beatles. A veces, le daba por
recordar como era su vida cuando era joven, guapa y con un futuro prometedor.
Se graduó en empresariales con 24 años, fue la primera de su promoción, era la
líder del sindicato estudiantil y organizaba todas las fiestas y ferias
posibles de su pequeño pueblo de las afueras de Barcelona. Recordaba la enorme
casa de sus padres, que se habían mudado a Cataluña cansados del frío y la
lluvia de Londres. Estaba hecha de piedra vista, con unos enormes ventanales
por donde el sol a veces se asomaba por los árboles del pequeño bosque de
robles y encinas que tenían delante. Ella y sus dos hermanos solían jugar al
escondite entre las cavidades que se habían formado en aquellos enormes árboles
y ella, al ser la más pequeña de los tres, se mimetizaba perfectamente entre la
oscuridad, ganándoles siempre. Cuando esos recuerdos llenos de dulzura y olor a
pan recién hecho le invadían la memoria, se entristecía al pensar que lo único
que les podía ofrecer a sus dos hijos era un piso de tres habitaciones en un
bloque viejo en medio de una ciudad llena de humo y ruido.
Giró la esquina lentamente, y se
sorprendió a no ver la alta figura de su hijo Damon ni la larga melena rubia de
su hija Susan. Se encogió de hombros y aparcó delante del portal. “Se habrán
dejado algo, seguro, tienen la mente puesta en esa maquinita que les regalamos
por navidad” pensó, mirando el reloj de pulsera que llevaba en su muñeca con
una severa expresión de impaciencia. Pasaron diez, quince, veinte minutos y ni
rastro de ellos. A la media hora, cansada de aplanarse el trasero en aquel
incómodo sillón, salió del coche con la fuerza de un huracán y empezó a subir
las escaleras hasta el quinto piso.
Cuando llegó al rellano, con media
lengua fuera, la respiración agitada y el corazón dando fuertes latidos contra
sus costillas, se encontró la agrietada puerta marrón oscuro abierta de par en
par. Algo en su interior, llamémosle “instinto de madre” se activó en su
cerebro, advirtiéndola de que algo no iba bien. Sus sentidos se agudizaron como
si de un felino se tratase. Notó sus músculos contraerse en completa tensión,
sus dientes apretándose, haciendo que su mandíbula empezara a doler. Se clavó
las uñas pintadas de un rosa pálido en la palma de su mano sudada y, poco a
poco, empezó a entrar en su piso.
Lo primero que vio, fue el retrato
de familia que se habían hecho cuando Susan nació y que tan orgullosamente
habían colgado en la entrada, tirado en el suelo completamente destrozado. Un
pinchazo recorrió su pecho. Aquello era, sin lugar a dudas, un mal presagio.
Siguió avanzando, Las luces de la cocina estaban encendidas, así que se dirigió
a ella casi corriendo, sin embargo, al asomarse, solo vio una pechuga de pollo
a medio cortar y los restos de un sándwich de pavo y queso olvidados en un
plato resquebrajado de ikea. Tomó aire, cada vez más nerviosa. Su mente
racional empezaba a nublarse y el miedo, se iba abriendo paso, machete en mano,
por todo su cuerpo. Atravesaba una jungla de sentimientos contradictorios. Una
parte de si misma la estaba obligando a tranquilizarse, que se estaba
precipitando tomando conclusiones catastróficas, pero otra, que parecía estar
ganando terreno a marchas forzadas, le susurraba al oído que su marido y sus
hijos estaban en peligro.
Se movió rápidamente al salón y
allí, empezó el declive. La poca luz del atardecer, dejaba entrever los cuerpos
de las tres personas que formaban su vida. A la izquierda, su marido,
rechoncho, calvo y con la sonrisa más amable y brillante del mundo, yacía ahora
encima de la alfombra turca que su madre les había regalado cuando se casaron.
Los hilos tintados de un marrón anaranjado estaban lleno de espesa espuma
blanca que todavía goteaba de la comisura de sus finos labios. Y a su lado, sus
dos pequeños hijos, las dos razones por las que se levantaba cada día y
aguantaba un trabajo insufrible y un jefe cabronazo, estaban ahora, en la misma
posición imposible que su padre, con la misma espuma blanca en sus bocas y los
ojos, abiertos de par en par, fijos en algún punto del techo.
Sus rodillas empezaron a flaquear,
sus pies dejaron de responder, sus piernas se convirtieron en mantequilla y,
sin apenas darse cuenta de lo que le estaba sucediendo, Marleen calló al suelo
como un saco de patatas. Sentía su corazón latir, pero a la vez, no quería que
latiera. Respiraba, pero no quería más aire en sus pulmones. Lloraba, pero no
sentía nada caer por sus mejillas. Su alma estaba rota en tres pedazos, tres
pequeñas esferas de irrisoria luz que querían instalarse en el pecho de sus
seres queridos y devolverlos a la vida. Pero eso, no iba a pasar. No podía
reaccionar, no podía moverse, no podía hablar. Estaba casi tan muerta como su
familia. Sus ojos se perdieron en la oscuridad del salón. Miraba a la nada,
porque en nada se quería convertir. Observaba el vacío, porque vacío era lo que
empezaba a sentir.
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