jueves, 8 de mayo de 2014

Marleen. #1 El hecho

Marleen salió de trabajar a las ocho menos cinco de una tarde cualquiera de Mayo. Un par de bolsas de deporte colgaban de sus cansados hombros y el maletín que, cortésmente, su marido le había regalado, se balanceaba pesado y desgastado en su mano derecha mientras que con la izquierda, hablaba por teléfono. Todo en la vida de la pequeña y rauda Marleen olía a rutina con un ligero sabor a rancio. Se levantaba a las siete de la mañana para prepararle el desayuno a sus dos hijos, Damon, de once años y Susan, de siete. Los llevaba al colegio en un pequeño Opel corsa blanco con la pintura medio desconchada y el capó del coche abollado por la parte delantera. Llegaba a la oficina a las nueve menos cuarto, se sacaba un café descafeinado con sacarina de la máquina que hacía ruidos extraños en el pasillo. Se sentaba delante de un ordenador viejo, contestaba emails, recibía llamadas, se discutía con benefactores y socios y salía de aquel edificio gris y deprimente para llevar a sus dos hijos al entreno de fútbol. Como he dicho, nada fuera de lo normal.
Sin embargo, pese a que el día había transcurrido pavorosamente igual de lento que los demás, Marleen estaba a punto de vivir algo que la cambiaría por completo.
- En diez minutos estoy en casa, cariño. Sí, sí, dile a ese par de fieras que vayan bajando. Yo también te quiero.- Colgó con parsimonia, abrió el coche y se sentó en el asiento desgastado de su coche, suspirando exhausta.
Empezó a conducir con Kiss FM de fondo, escuchando una vieja canción de los Beatles. A veces, le daba por recordar como era su vida cuando era joven, guapa y con un futuro prometedor. Se graduó en empresariales con 24 años, fue la primera de su promoción, era la líder del sindicato estudiantil y organizaba todas las fiestas y ferias posibles de su pequeño pueblo de las afueras de Barcelona. Recordaba la enorme casa de sus padres, que se habían mudado a Cataluña cansados del frío y la lluvia de Londres. Estaba hecha de piedra vista, con unos enormes ventanales por donde el sol a veces se asomaba por los árboles del pequeño bosque de robles y encinas que tenían delante. Ella y sus dos hermanos solían jugar al escondite entre las cavidades que se habían formado en aquellos enormes árboles y ella, al ser la más pequeña de los tres, se mimetizaba perfectamente entre la oscuridad, ganándoles siempre. Cuando esos recuerdos llenos de dulzura y olor a pan recién hecho le invadían la memoria, se entristecía al pensar que lo único que les podía ofrecer a sus dos hijos era un piso de tres habitaciones en un bloque viejo en medio de una ciudad llena de humo y ruido.
Giró la esquina lentamente, y se sorprendió a no ver la alta figura de su hijo Damon ni la larga melena rubia de su hija Susan. Se encogió de hombros y aparcó delante del portal. “Se habrán dejado algo, seguro, tienen la mente puesta en esa maquinita que les regalamos por navidad” pensó, mirando el reloj de pulsera que llevaba en su muñeca con una severa expresión de impaciencia. Pasaron diez, quince, veinte minutos y ni rastro de ellos. A la media hora, cansada de aplanarse el trasero en aquel incómodo sillón, salió del coche con la fuerza de un huracán y empezó a subir las escaleras hasta el quinto piso.
Cuando llegó al rellano, con media lengua fuera, la respiración agitada y el corazón dando fuertes latidos contra sus costillas, se encontró la agrietada puerta marrón oscuro abierta de par en par. Algo en su interior, llamémosle “instinto de madre” se activó en su cerebro, advirtiéndola de que algo no iba bien. Sus sentidos se agudizaron como si de un felino se tratase. Notó sus músculos contraerse en completa tensión, sus dientes apretándose, haciendo que su mandíbula empezara a doler. Se clavó las uñas pintadas de un rosa pálido en la palma de su mano sudada y, poco a poco, empezó a entrar en su piso.
Lo primero que vio, fue el retrato de familia que se habían hecho cuando Susan nació y que tan orgullosamente habían colgado en la entrada, tirado en el suelo completamente destrozado. Un pinchazo recorrió su pecho. Aquello era, sin lugar a dudas, un mal presagio. Siguió avanzando, Las luces de la cocina estaban encendidas, así que se dirigió a ella casi corriendo, sin embargo, al asomarse, solo vio una pechuga de pollo a medio cortar y los restos de un sándwich de pavo y queso olvidados en un plato resquebrajado de ikea. Tomó aire, cada vez más nerviosa. Su mente racional empezaba a nublarse y el miedo, se iba abriendo paso, machete en mano, por todo su cuerpo. Atravesaba una jungla de sentimientos contradictorios. Una parte de si misma la estaba obligando a tranquilizarse, que se estaba precipitando tomando conclusiones catastróficas, pero otra, que parecía estar ganando terreno a marchas forzadas, le susurraba al oído que su marido y sus hijos estaban en peligro.
Se movió rápidamente al salón y allí, empezó el declive. La poca luz del atardecer, dejaba entrever los cuerpos de las tres personas que formaban su vida. A la izquierda, su marido, rechoncho, calvo y con la sonrisa más amable y brillante del mundo, yacía ahora encima de la alfombra turca que su madre les había regalado cuando se casaron. Los hilos tintados de un marrón anaranjado estaban lleno de espesa espuma blanca que todavía goteaba de la comisura de sus finos labios. Y a su lado, sus dos pequeños hijos, las dos razones por las que se levantaba cada día y aguantaba un trabajo insufrible y un jefe cabronazo, estaban ahora, en la misma posición imposible que su padre, con la misma espuma blanca en sus bocas y los ojos, abiertos de par en par, fijos en algún punto del techo.

Sus rodillas empezaron a flaquear, sus pies dejaron de responder, sus piernas se convirtieron en mantequilla y, sin apenas darse cuenta de lo que le estaba sucediendo, Marleen calló al suelo como un saco de patatas. Sentía su corazón latir, pero a la vez, no quería que latiera. Respiraba, pero no quería más aire en sus pulmones. Lloraba, pero no sentía nada caer por sus mejillas. Su alma estaba rota en tres pedazos, tres pequeñas esferas de irrisoria luz que querían instalarse en el pecho de sus seres queridos y devolverlos a la vida. Pero eso, no iba a pasar. No podía reaccionar, no podía moverse, no podía hablar. Estaba casi tan muerta como su familia. Sus ojos se perdieron en la oscuridad del salón. Miraba a la nada, porque en nada se quería convertir. Observaba el vacío, porque vacío era lo que empezaba a sentir. 

martes, 7 de enero de 2014

Recuerdos en un papel

- ¿Qué miras? - Me dijo mientras se acercaba adonde yo, sin darme cuenta de que la luz de la tarde se había esfumado, leía un trozo de papel arrugado y viejo, con una de las esquinas rota. A mi alrededor, retazos de papeles, fotografías, carpetas y álbumes se amontonaban sin orden ni concierto. Mis recuerdos, o al menos aquellos de los que tenía la suerte de conservar algo, se amontonaban a izquierda y derecha de mi yo actual, que los había estado leyendo o mirando durante aquella tarde. 
- Nada.- Intenté tapar toda la amalgama de cosas que tenía en el suelo, pero me fue imposible esconderlo todo. Con agilidad, me arrancó la hoja que estaba leyendo, le echó una ojeada y me miró con esa sonrisa que derretía todo mi ser. 
- ¿Qué haces leyendo esto?- Parecía divertida, y empezó a agacharse para sentarse a mi lado. Yo me puse tensa, pero ella no notó nada.- Sabía que habías guardado alguna cosilla, ¿pero tantas? - Se dispuso a coger una entrada de cine, una de la de montones que había esparcidas. Yo le di un ligero golpe, haciendo que se le cayera. Me miró sin comprender. 
- No quiero que cotillees mis cosas.- Le dije, incapaz de aguantar aquel par de ojos verdes que, con los años, se habían hecho aún más luminosos si es que eso era posible. Tragué saliva nerviosa y empecé a recoger papeles. 
- ¿Por qué no puedo leerlo? - Inquirió indignada .- Al fin y al cabo, también son cosas mías.- Suspiré y la volví a mirar. ¿Como era posible que la combinación de su sonrisa y esa mirada cargada de amor pudieran derrumbar mis defensas tan fácilmente? Era incapaz de resistirme, incapaz de combatir contra ella. Lo supe desde el principio, pero me seguía sorprendiendo ahora, después de tantísimo tiempo perdiéndome en el mar de tranquilidad donde me transportaban sus caricias. Me acerqué a ella y enredé mi pierna con la suya, y le quité de las manos la hoja que me había robado de las manos.
- Es la primera carta que me escribiste, ¿recuerdas? - Le sonreí, leyéndola a la vez que ella. Recordaba perfectamente mi reacción al leer aquellas palabras entonces y, aunque los años habían pasado y las cosas habían cambiado, lo que me hacía sentir, jamás cambiaría. Quizá cuando leía aquella carta años atrás, pensaba que eso era pasajero, que el amor era un cuento para aquellos que le tenían miedo a la soledad. Pero la vida me había demostrado que no, que por más que yo intentara racionalizar algo tan poco razonable como amar a otra persona, ella se encargaba de buscar palabras para describir lo que las dos estábamos sintiendo a la vez. 
- Era demasiado moñas... - Murmuro, tocándose el pelo con timidez.
- Lo sigues siendo ahora, cariño.- La abracé y dejé que ella me rodeara con sus brazos.- Aunque ese texto tiene algo especial.
- Ese texto solo tiene miedo, no es nada especial.- Notaba ese deje de asco en su voz que ponía cuando despreciaba algo suyo, algo que había salido de ella misma. Me giré, la fulminé con la mirada y le tiré el papel con la carta en la cara. - Eres estúpida.
- ¿Ves? Eso sí que no ha cambiado.- Soltó una carcajada y se abalanzó sobre mí para robarme un beso. Dejé que nuestros labios jugasen mientras los recuerdos de media vida juntas se desordenaban por el suelo de nuestro salón.